武士 の 孤独 Bushi no kodoku

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Quadern d'autodefensa

dilluns, 20 de març del 2023

Apologia de la burocràcia, 8. La comptabilitat funerària

 

El protagonista de la novel·la de Jenni coneix un jubilat veterà de les guerres colonials franceses i a la seva colla d’amics, també ex-combatents a Indoxina i Algèria. Del tipus de gent que devien estar a l’OAS però no voten Front National perquè els consideren d’esquerres. I en conversa amb ells sent, potser per primera vegada, un testimoni directe d’un període com a mínim fosc de la història recent de França, la desastrosa sèrie de guerres colonials sostingudes a Indoxina i Algèria des del final de la Segona Guerra Mundial fins als anys 60.

És un text llarg. Però paga la pena deixar parlar Jenni:

“Aquí, precisamente aquí, me gustaría erigir una estatua. Una estatua de bronce, por ejemplo, ya que son sólidas y se reconocen los rasgos del rostro. La pondríamos sobre un pequeño pedestal, no demasiado alto, para que resultase accesible, y estaría rodeada de césped en el que todos pudieran sentarse. Se situaría en el centro de una plaza frecuentada, allí donde la población pasa y se cruza y se va en todas direcciones.

Esa estatua sería la de un hombrecillo sin gracia física alguna que llevaría un traje pasado de moda y unas gafas enormes que le deformarían el rostro. Aparecería con una hoja y un bolígrafo para que uno firmase la hoja, como los entrevistadores que están por la calle o los militantes que recogen firmas.

No llama demasiado la atención, su acto es modesto, pero yo querría erigir una estatua a Paul Teitgen.

Físicamente nada impresiona en él. Era frágil y miope. Cuando llegó a ocupar su puesto en la prefectura de Argel, cuando llegó con otros para hacerse cargo de la gestión de los departamentos de África del norte, entregados al abandono, a la arbitrariedad, a la violencia racial e individual, cuando llegó, casi se se desmaya de calor en la puerta del avión. Se cubrió de sudor al instante a pesar del taje tropical comprado en la tienda para embajadores del bulevar Saint-Germain. Se secó la frente con un pañuelo grande, se quitó las gafas para secarles el vapor, y ya no veía nada, solo el deslumbramiento de la pista y las sombras,los trajes oscuros de aquellos que habían venido a recibirle. Dudó si volverse, si irse de nuevo, y después volvió a ponerse las gafas y bajó por la pasarela. El traje se le pegaba por toda la espalda y él fue andando, casi sin ver nada, por el cemento ondulante de calor.

Se hizo cargo de sus funciones y las cumplió bien, mucho más de lo que el mismo había imaginado.

En 1957 los paracaidistas tenían todo el poder. Explotaban bombas en la ciudad de Argel, varias al día. Les dieron la orden de hacer que cesaran las explosiones de las bombas. No les indicaron el procedimiento que debían seguir. Venían de Indochina y sabían correr por los bosques, esconderse, batirse y matar de todas las maneras imaginables. Les pidieron que no explotaran más bombas. Los hicieron desfilar por las calles de Argel, donde los europeos les aclamaron en masa.

Y empezaron a detener gente, casi todos árabes. A aquellos que detenían les preguntaban si fabricaban bombas, o si conocían a gente que conocía a otra gente, y así sucesivamente. Si una pregunta con fuerza a muchas personas, acaba por encontrar algo. Acaba por coger al que ha fabricado las bombas, si interroga con fuerza a todo el mundo.

Para obedecer la orden que les habían dado construyeron una máquina de muerte, una picadora por la cual pasaron a los árabes de Argel. Pintaron números en cada casa, convirtieron cada hogar en una ficha, que clavaron en la pared, reconstruyeron el árbol escondido en la casba. Procesaban la información. Lo que quedaba después del hombre, un cartón arrugado manchado de sangre, lo hacían desaparecer, ya que eso no se deja por ahí tirado.

Paul Teitgen era secretario general de la policía, en la prefectura del departamento de Argel. Fue adjunto civil del general de los paracaidistas. Fue la sombra muda, a la que solo se pedía que consintiera. Ni siquiera que consintiera: no se le pedía nada.

Pero él sí que pidió.

Paul Teitgen consiguió (y eso le valdría una estatua) que los paracaidistas le presentasen a la firma una orden de confinamiento para cada uno de los hombres a los que detenían. !Cuantos bolígrafos tuvo que usar! Firmaba todas las órdenes que le presentaban los paracaidistas, un buen fajo cada día, las firmaba todas, y todas significaban llevar al trullo, interrogar, poner a disposición del ejército para unas preguntas, siempre las mismas, hechas con demasiada fuerza como para sobrevivir a ellas.

Las firmaba y guardaba una copia, y cada una de ellas llevaba un nombre. Un coronel venía a hacer cuentas. Cuando este había detalla do los liberados, los encarcelados y los evadidos, Paul Teitgen anotaba la diferencia entre esos números y los de la lista nominativa que consultaba al mismo tiempo.

-¿Y estos? -decía, y podía dar un nombre, varios nombres.

Y el coronel, al que no le gustaba nada todo aquello, respondía cada día, encogiéndose de hombros:

-Bueno, esos han desaparecido, y ya esta.- Y abandonaba la reunión.

Paul Teitgen, en la sombra, contaba los muertos.

Al final supo cuantos. De todos los que habían sacado brutalmente de de sus casas o habían atrapado en la calle, arrojados en un jeep que arrancaba a toda velocidad y doblaba una esquina, o en un camión tapado con una lona que no se sabía adónde iba (aunque se sabía ya demasiado bien), de todos esos que fueron veinte mil entre los ciento cincuenta mil árabes de Argel, entre los setenta mil habitantes de la casbah, habían desaparecido 3.024. Se decía que se habían unido a los demás en la montaña. Se encontraban algunos cuerpos en las playas, devueltos por el mar, ya hinchados y estropeados por la sal, con unas heridas que se podían atribuir a los peces, a los cangrejos o a las gambas.

Para cada uno de ellos Paul Teitgen poseía una ficha con su nombre y firmada por su propia mano. Poco importa, diréis, poco importa a los interesados que desaparecieron, poco importa ese trocito de papel con su nombre, porque no salieron vivos, poco les puede importar esa hojita donde, debajo de su nombre, se ve la firma del adjunto civil del general de los paracaidistas, poco les puede importar, ya que eso no cambió su suerte en esta tierra. El kaddish no mejora la suerte de los muertos, que no volverán. Pero esa plegaria es tan fuerte que otorga méritos a quien la pronuncia, y esos méritos acompañan al muerto en su desaparición, y la herida que deja entre los vivos cicatriza, y duele menos, y menos tiempo.

Paul Teitgen contaba los muertos, firmaba cortas plegarias administrativas para que la masacre no fuese ciega, para que se supiera después cuantos habían muerto, y cómo se llamaban.

¡Gracias le sean dadas! Impotente, horrorizado, sobrevivió al terror general contando y nombrando a los muertos. En ese terror general en el cual uno podía desaparecer con una breve llamarada, en ese terror general en el que todos llevaban marcado su destino en los rasgos de su rostro, en el que quizá uno no volviera de un paseo en jeep, en el cual los camiones transportaban cuerpos torturados todavía vivos uy se los llevaban para matarlos, donde se remataba a cuchillo a los que gemían todavía en el rincón de Zéralda, donde se echaba a los hombres como si fueran desechos al mar, hizo el único gesto que podía hacer, ya que irse no lo había hecho el primer día. Hizo el único gesto humano posible en esa tempestad de fuego, de astillas cortantes, de puñaladas, de golpes, de ahogamientos, de electricidad aplicada al cuerpo: censó a los muertos uno por uno y conservó sus nombres. Detectaba su ausencia y pedía cuentas al coronel que venía a hacerle su informe. Y este, molesto, exasperado, le respondía que habían desaparecido. Bueno, de acuerdo, o sea que han desaparecido, proseguía Teitgen, y anotaba su número y su nombre.

Uno se agarra a cualquier cosa, pera en la maquina de muerte que fue la batalla de Argel, aquellos que consideraran que la gente era gente, provistos de un número y de un nombre, esos salvaron el alma, y salvaron el alma de los que lo comprendieron, y también el alma de aquellos que se preocuparan. Cuando los cuerpos sufrientes y destrozados hubieron desaparecido, su alma quedó, y no se convirtió en un fantasma.

Ahora ya sé cual es el sentido de ese gesto, pero lo ignoraba cuando seguí la Tormenta del Desierto por televisión.”1

Ja vaig provar de documentar aquesta repugnant època de la postguerra europea en una sèrie d’entrades que duien el títol d’«Estupidesa colonial»2. Vaig posar d’exemple la única guerra colonial de la segona meitat de segle XX guanyada per la metròpoli, en aquest cas el Regne Unit, l’anomenada Malayan emergency. Tot i la victòria britànica, o precisament malgrat aquesta, em sembla haver argumentat de manera suficient que la única característica de les empreses colonials que es pot equiparar a llur perversitat és llur enorme imbecil·litat, que culmina en el moment en el qual les metròpolis intenten mantenir els seus dominis quan ja ha esclatat la revolta. Tant a Indoxina com especialment a Algèria es van cometre tota mena d’abusos que, a més, no van impedir la secessió de les colònies. Un perfecta combinació de brutalitat i ineficiència.

En plena ofensiva de l’FLN, amb bombes arreu d’Alger dia sí i dia també, el govern francès prengué una decisió completament estúpida, en la línia del comentat. Deixar la tasca de contrainsurgència en mans dels militars, mesura que no ha funciona mai. Deixo de banda l’aspecte moral de la qüestió. No crec que calgui comentar res sobre la brutalitat, la ferocitat amb què s’ha contestat des de la metròpoli l’aparició dels moviments d’alliberament a les colònies europees. Em limito a constatar que des de d’un plantejament estrictament «militar» aquesta mena de mesures sempre han fracassat. Després del bany de sang s’ha produït la inevitable emancipació colonial. Una altra cosa, i és una qüestió tant delicada que gairebé és millor no tocar-la, és la situació en què han quedat molts pobles un cop han assolit llur independència.

Els heroics paracaigudistes francesos arriben a Àlger i desencadenen una campanya de persecució dels «terroristes» absolutament brutal, sanguinària. S’ha d’acabar amb les bombes i els qui les col·loquen. En la «base» instal·lada en una vila als afores de la ciutat, en un dels turons que la dominen, els paracaigudistes tanquen centenars d’àrabs i els interroguen. No es va inventar res a Abu Graib.

1. Alexis Jenni, El arte francés de la guerra, RBA, Barcelona, 2012 pp.26 i ss

2. Estupidesa colonial

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